Barbón: "Asturias, en la década del cambio, está dispuesta a enterrar sus traumas: el declive industrial, el aislamiento y la falta de orgullo de identidad"

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El jefe del Ejecutivo apuesta por el compromiso ético continuo de la acción política: "Cuando la mentira se normaliza, la democracia enferma"

El presidente del Principado, Adrián Barbón, ha defendido hoy la dimensión ética de la esperanza, que en Asturias se vislumbra en la década del cambio: "La comunidad está dispuesta a enterrar sus traumas: el declive industrial, el aislamiento por la falta de comunicaciones y la falta de orgullo de identidad". En su intervención durante la inauguración de la XXVIII reunión plenaria de la Fundación Círculo de Montevideo: El renacer de la ética, ha insistido en que "todas las personas y sociedades tienen el derecho, y el deber, de pensar que sus palabras y sus hechos pueden mejorar su mundo".

En este foro de debate y reflexión, Barbón ha abogado por el compromiso ético continuo de la acción política, porque "cuando la mentira se normaliza, la democracia enferma". "Parto del convencimiento de que el político, y en mayor medida quien gobierna, tiene el deber de la ejemplaridad pública", ha subrayado.

Por ello, ha explicado que desde su toma de posesión en 2019 se ha empeñado en "mantener Asturias alejada de la política tóxica, como un refugio político ante el recalentamiento insoportable de la política en otros lugares de España". Así, ha recordado que el diálogo y la búsqueda de consensos fueron sus faros en la pasada legislatura y han permitido acordar, entre otras cuestiones, "un planteamiento común sobre la financiación autonómica entre todas las fuerzas parlamentarias del que solo se descolgó Vox". "Tenemos un gobierno y unas cuantas fuerzas políticas capaces de subordinar sus intereses de partido por el bien común", ha valorado.

Entre otros propósitos para fortalecer la confianza en la democracia desde un gobierno autonómico ha destacado tres: contener la crispación, reforzar el estado de bienestar y generar esperanza.

A continuación, se reproduce su intervención íntegra:

 

Inauguración de la XXVIII reunión plenaria de la Fundación Círculo de Montevideo: El renacer de la ética

El genio de Óscar Niemeyer concibió este centro internacional como una gran plaza abierta al diálogo entre todos los hombres y mujeres del mundo. La Fundación Círculo de Montevideo ha elegido, por tanto, el lugar adecuado para celebrar su reunión plenaria. En nombre del Gobierno del Principado, tengo la satisfacción de darles la bienvenida a Avilés y Asturias. Es un honor contar con ustedes.

Estas jornadas llevan por título El renacer de la ética, un enunciado arriesgado. Si es una afirmación, parte de dos premisas: una, que la ética estaba marchita; otra, que, en efecto, está renaciendo, brotando y floreciendo con la fuerza de la savia nueva.  Por prudencia, no voy a adentrarme en ese jardín, tan visitado en la historia de la filosofía. En los paneles previstos intervendrán personas con bastantes más credenciales para explayarse sobre estas cuestiones. 

No obstante, sí me atreveré con tres apuntes. Tómenlos como lo que acabo de decir, como una osadía sin pretensiones de recorrido teórico.  Empiezo:

Parto del convencimiento de que, del mismo modo que la dignidad es incondicional a cualquier persona, el político -y, en mayor medida, el gobernante- tiene el deber de la ejemplaridad pública. Traducido a un castellano rasante, no concibo la acción política sin una dimensión ética.

La democracia está sometida siempre a agentes corrosivos. A diferencia de las dictaduras, donde el secretismo y la ocultación son principios básicos, la democracia se fundamenta en la exposición: le da el aire, el sol y la lluvia por los cuatro costados. En un sistema así, la ejemplaridad es un eficaz protector frente a la erosión.

Hace unas tres décadas se hablaba del fin de la historia. Por aquellos días, miles de personas exhibían en sus casas cascotes como si fueran adornos o souvenirs. Eran trozos del muro de Berlín, derribado a martillazos. Parecía que, desmoronada la Unión Soviética, el mundo se encaminaba hacia la universalización de la democracia como un estadio superior de la humanidad.

El pronóstico resultó fallido. Al contrario, hoy se teme por la supervivencia de los sistemas democráticos. Hasta los europeos, siempre empeñados en que el mundo gire a nuestro alrededor, advertimos los temblores ya no en nuestro patio trasero, sino dentro de nuestra confortable comunidad. 

Es muy propio de la vieja Europa mirar por encima al resto del mundo. Creer que lo de Argentina sólo puede pasar en un país tan peculiar como Argentina. Que lo de Brasil, con Bolsonaro, sólo puede ocurrir en Brasil. Que lo de Ucrania, en fin, queda allá lejos, cerca del Mar Negro. Que lo de Italia, con Meloni, como antes con Berlusconi, forma parte de la idiosincrasia de ese país encantador. Y así, hasta que el resto de Europa descubre que nosotros mismos estamos sentados sobre el monstruo.

Explicar por qué se ha debilitado el ideal democrático llevaría demasiado tiempo. Me arriesgo a afirmar que la ausencia de ejemplaridad ha sido un poderoso disolvente. El ejemplo más notorio es el mandato de Trump. Sin caricaturizarlo, cuando la mentira se normaliza, la democracia enferma. Podemos citar casos más cercanos. La convivencia o, si se quiere ser más benévolo, la transigencia ante la corrupción, como si fuera una compañía inevitable, mina la credibilidad y favorece la desafección.

En todo caso, estas jornadas se celebran, quizá, en un momento estelar de la humanidad, cuando el debilitamiento global de la democracia coincide con la guerra de Ucrania, el conflicto de Gaza y un nuevo tablero geopolítico mundial de alto riesgo. Hoy, la referencia ética es indispensable.

Sigo con mi particular toma de tierra.  A menudo, las campañas electorales transmiten la falsa imagen de la política como un mundo fantástico donde abundan las soluciones simples para problemas complejos. Es el recurso común de los populismos: todo se remedia a fuerza de eso que se llama voluntad política. Al contrario, el problema diario, cotidiano, de un gobernante es el dilema de la elección: la realidad nos enfrenta con frecuencia a la obligación de elegir no la mejor, sino la menos mala de las opciones.

Estoy a un paso de la archicitada distinción entre la ética de las convicciones y la ética de las responsabilidades. Uno, que fue alcalde de su propio pueblo, en Laviana, tiene el sentido práctico muy agudizado. Pero, al mismo tiempo, me niego a considerar que ambas son incompatibles por definición. Ambas cuestiones tienen su relevancia ética: el interesado disfraz mágico de la política es un engaño flagrante y la renuncia a las convicciones nos arrastra al imperio del cinismo.

El tercer apunte resultará más controvertido. El compromiso ético es independiente de cualquier credo religioso. También pongo pie en pared contra esa tesis tan expandida de que la izquierda se atribuye una superioridad moral sobre sus adversarios. Y, sin embargo, me niego a conceder la misma categoría ética a todos los planteamientos ideológicos, estén o no acomodados al ordenamiento jurídico.

Al principio subrayé la dignidad incondicional de la persona. Las ideologías que la cuestionan -pongamos que por ser mujer, pobre, africana u homosexual, por citar cuatro supuestos- no merecen ese reconocimiento. Por eso aplaudí a la canciller Ángela Merkel cuando se negó a dar carta de normalidad a la extrema derecha xenófoba en Alemania, una actitud que ojalá fuese imitada en otros países.

Concluyo esta parte. He intentado argumentar que el compromiso ético y la salud democrática van de la mano. Es obvio que otros modelos no precisan elevar el listón de la autoexigencia. Un régimen fundamentalista que descansa sobre un presunto mandato divino no necesita otras referencias, porque ninguna se podrá igualar a las órdenes de un dios. En esos casos manda la verdad revelada y, en último caso, los golpes de la policía de la moral. Quienes vivieron el franquismo recordarán la incongruencia de aquella época, cuando se extremaba la vigilancia de unas pacatas reglas de conducta emanadas de un régimen asentado en la inmoralidad de la opresión de los vencidos en una guerra civil. El caudillo se reivindicaba a sí mismo por la gracia de Dios.
 
La democracia, insisto una vez más, requiere un compromiso ético continuo.  Si está envilecida por el desprecio a la dignidad, el cinismo, la ausencia de convicciones y la falta de ejemplaridad se consumirá encogida sobre sí misma.

Hasta aquí mis apuntes. Permitan ahora que cumpla otra de mis obligaciones, que es barrer para casa. Mal presidente del Principado sería si no aprovechase su ilustre asistencia para hablarles bien de Asturias. Procuraré que mis palabras no se aparten demasiado del hilo de estas jornadas.  Con toda modestia, voy a plantear qué se puede hacer desde un gobierno autonómico de una comunidad uniprovincial para fortalecer la confianza en la democracia, que es una forma de robustecer la democracia misma. Como en el apartado anterior, sintetizaré esta propuesta en tres puntos: 

La importancia de contener la crispación. Tomé posesión de la presidencia del gobierno por primera vez en 2019. Desde entonces me he empeñado en mantener Asturias alejada de la política tóxica. En los últimos meses, vengo reiterando que el Principado, refugio climático por su situación geográfica, también debe ser un oasis frente al recalentamiento insoportable de la política que enrarece la atmósfera en otros lugares de España y, en especial, en Madrid, la capital de nuestro país.

Hay varias formas de contribuir a ese propósito. La renuncia al insulto y la descalificación sistemática, pongo por caso. Quien acumule cierta experiencia en este oficio sabe que a partir de cierto nivel de revoluciones ya no hay marcha atrás. Sucede como cuando dos personas se dicen todas las verdades a la cara. Quedan dichas, sí, y ambas muy desahogadas, pero a la inflamación se añade la herida, el corte.

El ejercicio del diálogo y la búsqueda del consenso también son herramientas muy útiles, en especial cuando desbordan los límites de la afinidad. En Asturias hemos sido capaces de acordar un planteamiento común sobre la financiación autonómica entre todas las fuerzas parlamentarias del que sólo se descolgó Vox a última hora con el pretexto de que no cree en el Estado autonómico. Ya estamos abordando la negociación de otro pacto social con el empresariado y los sindicatos. En fin, en la anterior legislatura, cuando más golpeaba la pandemia, fuimos capaces de acordar un presupuesto con el apoyo de cinco grupos parlamentarios, en un abanico que abarcaba desde el centro derecha a la izquierda más rotunda.

Enumero esta retahíla de acuerdos -conste que me quedo muy corto- porque transmiten a la ciudadanía una realidad muy confortadora: en Asturias existe un gobierno y, al menos, unas cuantas fuerzas políticas que son capaces de subordinar sus intereses de partido al bien común. Con toda humildad, la práctica del diálogo y del consenso nos reconcilia con el ideal democrático.

El refuerzo del Estado de bienestar. Piso un terreno más movedizo que suma siglos de debate entre quienes defienden la existencia de unos principios éticos inherentes a la condición humana y la tradición de pensamiento que vincula la virtud al modelo de sociedad. En un régimen esclavista, ¿qué altura ética cabe exigir a la persona que es propiedad de otra? ¿La misma que a su amo, que goza de libertades, derechos y dominios, incluidos sus propios esclavos?

Para mí, ambas corrientes son conciliables. Yendo a lo que nos ocupa, una sociedad que se preocupa por fortalecer el Estado de bienestar favorece la igualdad real de oportunidades. Dentro de nuestras posibilidades, el desarrollo autonómico del Principado ha permitido edificar una sólida arquitectura pública dedicada a la salud, la educación y los servicios sociales. Por ejemplo, ahora, en este mandato, nos hemos puesto como objetivo mejorar la atención a la salud mental. Amén de aumentar la dotación de medios y profesionales, exploraremos otro gran pacto político y social en torno a este problema, que irá a más los próximos años.

El Estado de bienestar es el único patrimonio de las personas que no tienen patrimonio. La educación no funciona sólo como ascensor social, proporciona herramientas indispensables para desenvolverse en la vida en común. Allá donde miremos, a una escuela, un centro de salud o una residencia, comprobaremos que una buena red de servicios públicos combate las desigualdades. Con el mismo razonamiento, sostengo que determinadas decisiones, como la implantación del salario social en Asturias o, a nivel estatal, del ingreso mínimo vital, responden a un fuerte anclaje ético.

El tercer elemento es la generación de esperanza. Algunos de ustedes, como el presidente Felipe González, conocen muy bien Asturias desde la juventud. Saben que esta comunidad pasó por todas las reconversiones posibles. La repercusión del cierre de la minería, tan vinculada a la imagen del Principado, ha ocultado el impacto de los ajustes en la siderurgia, las fábricas de armas, los astilleros, la industria química o, en otro ámbito, la ganadería tradicional. Éramos el paradigma de la reconversión con mayúsculas y, para colmo, cuando empezábamos a levantar cabeza, sobrevino la gran recesión para nublarnos el camino.

La esperanza, el sueño de los despiertos, tiene una potente dimensión ética. Las personas y las sociedades tienen el derecho (y el deber) de pensar que sus palabras y sus hechos pueden mejorar el mundo, aunque sólo sea su pequeño mundo.

Un gobierno también comparte esa obligación. Actualmente, en el Principado,   superada la época de la reconversión permanente, dejada atrás la crisis financiera, hemos acumulado las esperanzas sobre la década del cambio. Hablamos de una década, por poner un número redondo, para referirnos a un período decisivo en la construcción de una Asturias mejor dispuesta a enterrar para siempre sus traumas contemporáneos: el declive industrial, el déficit de comunicaciones y la renuncia al orgullo de identidad. Lo mejor de todo es que no hablamos de ensoñaciones, sino de realidades. Hace pocos días confirmamos que el AVE cruzará por fin la cordillera cantábrica a partir del 29 de noviembre. Antes aludí al fin de la historia. Pues bien, para nosotros esa fecha es el inicio de otra historia para Asturias. Ahí arranca la década del cambio.

Concluyo. El ser actual de Asturias es inseparable de la emigración ultramarina. México, Uruguay, Cuba o Argentina, por citar algunos países, no son lugares extraños ni lejanos. Son esos sitios donde vive un hermano, el hogar de unos abuelos, allí donde reside la familia que está al otro lado del mar. Esa relación, anudada durante décadas, ha facilitado una intensa colaboración empresarial, como bien sabe, por experiencia propia, Carlos Slim.

Somos una cabeza de puente ideal para la relación con Iberoamérica.  La conexión con la alta velocidad ferroviaria multiplicará la capacidad logística de los puertos de Gijón y Avilés, que podemos observar desde este mismo centro internacional. Pero, sobre todo, somos tierra de acogida. Del mismo modo que es casi imposible que un asturiano o una asturiana se sientan extranjeros en Iberoamérica, estoy convencido de que todos ustedes se sentirán en casa en Avilés y en Asturias.

Por último, habrán observado que he evitado las referencias bibliográficas, aunque esta intervención sea deudora a manos llenas de muchísimos autores, incluida una de sus ponentes, Adela Cortina. Me aparentaba demasiado pretencioso convertir estas reflexiones en un salpicadero de citas. No obstante, he reservado una para el final. No se sorprendan de que el presidente de una pequeña comunidad autónoma se haya atrevido a lidiar con las vinculaciones entre la ética y la democracia. Recuerden, recordemos todos, la frase de Hannah Arendt: "A cualquier parte que vayas, serás una polis".
 

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